La noche de los Miserables
El otoño hace dormir a los árboles, los cobija en su seno
hasta despojarlos por completo de sus hojas. Somos hipnotizados por su frío
canto, esa letanía ancestral que cantaba aun cuando la humanidad era solo un
susurro de lo divino. Cansados vamos, mirando la noche caminando tras nosotros.
Buscamos refugio pero el frío fue más fuerte, bajamos los aparejos y al costado
de una fogata nos recostamos, junto con nosotros también se recostaban nuestros
sueños y el recuerdo vago que brilla junto al fuego. Recuerdos de un recuerdo,
casi invisibles, casi de otras vidas, tallados por la imagen de nuestras
familias, las que dejamos hace tiempo. Sueños que sostienen nuestra existencia.
Necesitamos escuchar nuevamente esas melodías, por eso tocamos la flauta que
irrumpe en medio del llano.
Vivimos como peregrinos en busca de una tierra perennemente
escondida.
Andamos detrás de una Vida que se nos arrebató, somos
pastores de ovejas, pero la gente confunde nuestro trabajo con algo más
profundo. Aquellos expertos en categorizar a los hombres nos desprecian como si
fuéramos engendrados por la vergüenza. Somos prófugos sin delito, expatriados
de algo más valioso que un pedazo de tierra, de la dignidad. Miramos la ciudad
desde lo alto de nuestra soledad, allá abajo están en la quietud de la noche
las familias con sus niños, con su futuro, con sus pesadillas y sus memorables
historias. Acá, amparados por la nada, como un regurgito de una nauseabunda
sociedad, descansamos nuestro semblante, lloramos nuestras penas, hasta que las
cenizas enjugan nuestras lágrimas con ese único calor que nos hace sentir en
familia, el calor de esa fogata.
De pronto nos despierta un murmullo. Me levanto de mis
penumbras y veo caminantes, pobres, mendigos y pastores. Nos sorprenden sus
palabras, nos hablan de visiones y seres maravillosos. Por dentro me río y los
compadezco, pobres desdichados, están seguros de que Dios les ha dado una
señal.
Dios hace rato que se olvidó de nosotros, somos polvo, seres
diminutos y relativamente insignificantes.
Pero de todas maneras los acompañamos, entramos en el pueblo
y nos dirigimos entre las calles estrechas hasta la ladera de una colina, ahí
donde descansa en la garganta del monte una falla natural, como una gruta.
Hay luz dentro.
En medio de los animales veo una pareja muy joven, ella es
casi una niña, una niña Madre que ha tenido a su pequeño, debilitada por el
parto es casi un milagro verla viva. Él, un joven también, pobre como nosotros,
tratando de cubrir a su hijo con paños viejos y paja. Por su manera de hablar
notamos que son galileos. Pobres muchachos, tan lejos de su hogar y comienzan
su vida de esta manera tan desafortunada.
El pequeño duerme, serenamente, por un momento creía que ya
era de día porque pensaba que esa luz era la del crepúsculo, pero no. Que
maravillosa está la noche, el cielo otoñal deslumbra con su rostro infinito y
en medio de su pecho sideral cuelga esa estrella gigantesca. Quizás eso
confundió las afiebradas mentes de estos hombres errantes. Esa gran estrella.
Recuerdo a mi madre, quién se me fue cuando aún era pequeño.
Ella siempre decía que el nacimiento de un niño es el mensaje de que Dios aún
sigue confiando en nosotros. ¿Y si ella tiene razón?¿Y si el nacimiento de este
pequeño, en una noche ordinaria, en la gruta de un pobre e insignificante
pueblo fuera un mensaje de Dios?
Pequeño, no se quién eres, ni se porque naces aquí, tan
lejos de la felicidad. Por un lado te compadezco, porque desde tus primeras
horas tienes que convivir con miserables como nosotros, con olvidados y parias,
con mendigos y enfermos. Desconozco en qué o en quién te convertirás en el
futuro.
No se si serás un hombre honrado, un criminal maldito, un
santo o quizás un pastor.
Pero si esta misma estrella que rasga el firmamento sigue
iluminando tu alma, hasta llevarte a ser alguien grande, no te olvides de
nosotros, de los que se refugian en la noche. No te olvides de los miserables
que vagan como retazos de una ignominiosa existencia, de los condenados al
barro. No te olvides pequeño niño, de las mujeres como tu joven Madre, que aman
más allá de sus fuerzas, que soportan las desdichas de la vida de manera
estoica y se llevan sus lágrimas hasta las mismas puertas de la muerte. No te
olvides de las mesas vacías y las familias desesperadas.
Si en verdad tu nacimiento es la esperanza de que Dios sigue
confiando en nosotros, permíteme regalarte algo. Aunque no tengo nada de valor,
sólo este manto. Siempre esperé de los demás y nunca he regalado nada. Es un
viejo manto que le perteneció a mi Madre. Querido niño, toma el presente de un
hombre pobre, si tuviera oro o preciosas especias te la daría, pero soy solo un
pastor de ovejas. Mi viejo manto, de un solo corte, es lo más valioso que
tengo. Que sea tu abrigo cuando sientas que todo lo demás dejó de refugiarte.
Pero, que preciosa estrella...
"Gracias Jesús, por querer vivir la vida en toda su dureza como la vivimos nosotros los pobres, los sin nombre, los millones de seres humanos que solo somos una cifra, un número, un voto, una molestia, un mal necesario. Gracias por querernos no por lo que producimos o por donde vivimos, sino por lo que somos. Gracias por enfrentar una muerte sin dignidad alguna, como la enfrentan millones que mueren así también en los pasillos de hospital, sin la atención que se merece un ser humano. Gracias porque rasgaste el velo perverso de aquellos que ponen cortinas dividiendo a los hombres en categorías"
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