23 abr 2009

El príncipe de los mendigos


El día exacto nadie lo sabe, solo se dice que era otoño, cuando el frío podía verse dibujado en el aliento de los jóvenes guerreros.
Aunque en el fragor de los entrenamientos no existía frío ni debilidad, sólo ese ardor y fuego interior que te hace empuñar con firmeza la espada.
Como todas las tardes, los árboles ancianos del bosque se hallaban Abrigando los gritos de combate de todos aquellos jóvenes que aspiraban a una sola meta. Aquella luz en el futuro, que marcaría el final de una vida menesterosa. Convertirse algún día en soldado de la legión real.
Uno de aquellos aspirantes, un muchacho que no pasaba los 17 años. Su nombre era Leynor.
Sin duda era el más astuto y el más capaz de toda la compañía, aunque nunca hablaba de aquella difusa historia que tenía que ver con su origen.
Una historia que se hundía en un pasado oscuro. Este mozuelo, era aquel que después de cada entrenamiento agotador acompañaba al sol en su reposo entre los montes, con su roñosa espada de hojalata y su malla mohosa, la cual había adquirido de un mendigo que decía ser un antiguo caballero, cambiándola por un potaje caliente y una rebanada de pan.
Aprovechando los cortos días, cuando toda la aldea se guardaba del frío implacable y cuando las tierras eran cuidadas para las cosechas de la próxima temporada, este joven con sus amigos huían de las labores diarias, tratando también de esculpir su propio destino, diferente a la de muchos en la aldea, un destino lleno de sueños de palacios, combates con fuerzas enemigas, justicia, tierras lejanas y misteriosas, reinos aún distantes a la imaginación, ríos peligrosos, dragones infernales, reyes majestuosos.
Todas las tardes estos jóvenes se veían sobre la colina, practicando como niños cada táctica de combate y agotando hasta la última fuerza vital que le deparaba el sol.
Pero llegó aquel día, que muchos quisieran olvidar para siempre. Comenzó con una mañana triste y gris que asomaba sobre la cumbre de las colinas, los zorzales revoloteaban sobre las copas de los árboles y aún podía verse las últimas bandadas de golondrinas que emigraban al sur.
Las casas, todas ellas con humo serpenteando sobre sus techos, dando cuenta del calor matutino de una oportuna chimenea.
Los caminantes eran escasos esos días, pues habían rumores de que algo extraño estaba pasando, algunas veces se observaba jinetes con el escudo real cabalgar veloces por la orilla de la costa, a unos 12 quilómetros al oeste de la aldea de los álamos.
Luego, aquella mañana dio paso al mediodía y un silencio extraño crecía en los alrededores. Por un momento los pájaros no cantaron, hasta el viento se detuvo, las hojas de los árboles dejaron de moverse como era habitual en aquella hora. Pareciera que la naturaleza entera se escondiera de algo que no tiene nombre, que espanta y aterroriza.
Un rumor crecía en la tierra y el silencio era sobrecogedor.
Todo ocurrió aquella tarde, el sol sangraba a los lejos y una bruma se tragaba sus últimos rayos. Era el momento cuando los hombres fuertes volvían de los campos y cuando Leynor cesaba junto a sus amigos los entrenamientos en la planicie de costumbre.
Un ruido infernal calló sobre la pequeña aldea. Era como una bestia nocturna y hambrienta desgarrando en pocos segundos a su víctima incauta.
El silencio se transformó en una explosión de gritos escalofriantes.
Impulsados por los aterradores ecos que provenían de la aldea, Leynor junto a sus amigos corrieron colina abajo, entre los pinos silvestres y los brezales, algunos de los jóvenes caían en la tierra, parecía como si fuesen presas de un depredador, cómo si todos hubiesen bajado en la escala alimenticia y ahora se convertían en la presa de alguien o algo.
Leynor en cambio obligaba a su agotado cuerpo a seguir corriendo, como si no tuviera corazón, olvidando las horas de fatiga. No supo cuanto tiempo pasó. Esos minutos parecían una interminable condena en las mazmorras.
A media legua de distancia de aquella planicie, girando al noroeste, hundiéndose en el valle poblado, entre álamos, pinos y robles, se hallaba su aldea, al llegar vio como el fuego hería al cielo y lo manchaba con su color infernal, llevándose las almas de muchos niños y hombres en su columna ardiente.
Lo único que mantenía firme a ese muchacho era la incertidumbre de su Madre, que vivía al oeste de la aldea. Nada aseguraba que la muerte hubiese pasado sin haberla tocado, pero un presentimiento oscuro y aterrador congelaba su mente.
Entretanto en la aldea, la muerte había cabalgado sin piedad sobre aquellos moradores, vestida de sangre, sembrando en la tierra cuerpos sin vida.
En el suelo yacían destrozados los que fueron alguna vez gente humilde, sencilla de corazón y alegre.
Las noticias traídas días después por algunos mensajeros, habían dado cuenta de que algunos oscuros seres arremetieron con la vida de muchos pequeños y mujeres tierras más abajo, en la comarca de los Robellones. Y según las descripciones, concordaban con la vivida en los álamos.
No se sabe de dónde vinieron, pues la aldea estaba en paz con los hombres de las colinas y con los ciudadanos de Morraskavián, aquella gran ciudad que quedaba al sureste, cerca del Río Albazano. Pero en ese momento exacto, no era tan importante saber la procedencia de aquellos salvajes, lo único imperante era salvar las vidas de los moribundos y los heridos. El paisaje era devastador, toda la aldea estaba sembrada de muertos, los cuerpos de Padres de familia yacían colgados en las vigas, hombres que vivían de la tierra y sus dones. Algunas mujeres vagaban con los ojos inflados de locura, arrastrando los restos de sus pequeños por la tierra, pensando que quizás esta vez sus hijitos podrían levantarse. Pero no fue así, muertos y más muertos, de edades tan diversas, tirados en el campo, colgados, cercenados, apuñalados.
No había palabras para explicar el horror y la desolación que cubrió la pequeña aldea de los álamos.
Sin perder un segundo, este muchacho subió la pequeña colina al oeste, donde estaba su Madre. Lo único que imploraba, era que la muerte hubiese pasado por alto la pequeña choza donde ellos vivían.
El angosto y gredoso camino que llevaba hasta su humilde morada, cruzaba los álamos y el pequeño riachuelo al noroeste de la casa principal del viejo Álober, el más anciano de todos los habitantes del villorrio.
Todos le conocían como el fundador de la aldea. Fue un marinero que llegó a las costas grises, cuando aún no estaban habitadas, esto hace ya 50 años.
El pobre hombre gritaba frenéticamente y con furia entremezclada, su rostro estaba empañado en sangre.
Los jinetes negros le perdonaron la vida, pero le extirparon de sus cuencas los ojos, aunque antes de quedar ciego para siempre, le permitieron presenciar el asesinato de sus tres hijos, estos eran considerados hombres sabios y entendidos en los tiempos y en las campos, Féboras, Daguraz y Céfodas. Estos yacían muertos a unos pasos de los linderos de la casa, junto a ellos estaba Bálor, su mascota, un perro mitad lobo, que según algunos, fue encontrado en las montañas salvajes, cuando aún era pequeño, al lado de su madre, que yacía muerta, en los días de la gran casería de la Bestia negra, aquella que trajo grandes estragos en las comarcas de Birminam.
Este gigantesco perro intentó defender a sus amos de la violenta gresca en la cual se vieron envueltos. El pobre animal casi corrió la misma suerte que muchos. Pero era de una especie tan formidable, que a pesar de las profundas heridas en su costado, que bañaban de rojo su majestuoso pelaje blanco, se levantó triunfante frente a la muerte que asolaba todo a su alrededor.
Pero en esos instantes todas las fuerzas de Leynor estaban concentradas en su Madre, cansado, muy cansado sube la colina y antes de dar un último aliento escucha detrás un grito que se acerca. Alguien lo toma por la espalda y lo lanza violentamente al suelo, con su mano derecha logra sostener con fuerza la mano de quién desea asesinarlo, sostiene el cuchillo. Por un segundo ve el rostro de su depredador. Estaba envuelto de una especie de pelaje negro, como si fuese una túnica. Su rostro estaba tatuado y un paño oscuro tapaba su boca, sus ojos envueltos en
sangre, su mirada de terror, no hay signos de humanidad en ese hombre que está sobre él. Gira la mirada y a pocos centímetros hay una piedra, su mano izquierda trata de alcanzarla, mientras que la fuerza de su otra mano es insostenible. Leynor sabe que un segundo le separa de la muerte, piensa en su madre y alzando un grito toma la piedra, le da a su enemigo en la sien, logra derrumbarlo y casi con la misma fuerza salvaje toma la piedra y lo golpea una segunda vez en la cabeza, parece que lo deja inconciente.
De pronto escucha a su madre a unos metros de distancia. Se zafa de su captor y se dirige a su casa, no logra dar unos pasos y el oscuro enemigo se levanta, silenciosamente va detrás de él y ya cuando el cuchillo lo alza y lo dispone blandir sobre la espalda de este joven, se oye un rugido, Leynor se da vuelta y un rayo blanco pasa como un haz de luz frente a él, es Bálor, la bestia Blanca, príncipe de los perros lobos, salta sobre esta sombra asesina y de un certero mordizco en su cuello termina con la vida de este villano. Leynor entiende que una fuerza mucho más poderosa que él le salva la vida y agradece con su mirada a este sabio animal, cuya fuerza indómita es impresionante.
Ahora está libre, sus pasos se deshacen en el lodo y alcanza a llegar a la cumbre, a su hogar. Aunque la escena era devastadora, aunque el sudor parecía marchitar el corazón de Leynor, aunque las fuerzas parecían borrar la luz de sus ojos, el joven llegó a la parte mas alta de la colina al norte de la comarca, deseaba con todo su corazón que aquella peste fatal hubiese cambiado el rumbo y se hubiese dirigido al este, a las montañas de los nubarrones, pero no fue así. Casi sin aire en sus pulmones, el joven llegó a su hogar y la desolación era la misma de toda la aldea. Su Madre yacía con una grabe herida en la cabeza, ahí estaba, tendida en el suelo escarchado y húmedo, Leynor la tomó en sus brazos y era tal su herida que teñía de rojo las manos de su hijo. El manto gris de la muerte ya estaba inundando las pupilas de aquella mujer de rostro surcado, aunque eso no le impedía esbozar una última mirada de amor.
Era lo único que poseía este joven. Su madre y él llegaron cuando aún Leynor era un bebé, se asentaron en aquella colina. Aquella mujer fue una campesina que huía de su error, eso la trajo a cientos de kilómetros lejos de su hogar, donde terminaría súbitamente su vida en manos de salvajes.
Había llegado el momento del adiós.- ¡Mamá, perdóname! - lloraba el joven.- ¡Perdóname, por no defenderte de esos desgraciados!
Su madre oprimió con fuerza la mano de su hijo y vaciando todo su ser, en aquellas últimas palabras le dijo:- No, hijito, no digas eso, gracias a Dios estás vivo. Ahora escúchame bien, debo decirte algo que he escondido por años y no puede seguir siendo guardado.
Leynor, tu destino está pisándote los talones y es necesario que sepas toda la verdad.
Leynor, sorprendido, miraba a su Madre, no sabía que la muerte de su Madre, traería a la luz un gran secreto velado por años y que cambiara no sólo su futuro, sino el de muchas personas.
-Escucha bien hijo, fue hace 18 años- continuaba la mujer- cuando conocí un hermoso joven, nos enamoramos, aunque él era de la nobleza y yo una humilde aldeana, en la locura de nuestra juventud, él me llevó un día delante de un varón piadoso, para hacer voto de fidelidad en el matrimonio... nadie supo lo nuestro, excepto aquel buen hombre que nos unió en santo vínculo. Pero el abismo que había entre nosotros nos empujó al vacío, ya que nuestros padres nos descubrieron. Él estaba comprometido con una doncella de su estirpe, desde ese momento mi vida corrió peligro, pues su Madre una noche mandó a unos desarmados a borrar para siempre la vergüenza de su hijo, tuve que marcharme de casa, pues mis hermanos mayores y mi Padre perdieron la vida por defender la mía, partí lejos, caminé cientos de kilómetros, huí lo mas al sur de mi país, lejos, donde la nieve puede borrar toda marca de calzados… logré que mi nombre se borrara en las sienes de mis enemigos, pero ni la nieve pudo borrar en mí las marcas del amor. Aún podía escuchar su voz que me llamaba desde la soledad. Cuántas veces, cuando algún forastero entraba a la aldea, tuve la corazonada que ese mismo amor que no se borra con el tiempo pudo haber traído a mi amado a estas tierras lejanas. Todas las noches alzaba mis ojos hacia la oscuridad del bosque y sentía aquella voz, que era mas dulce que el canto de los riachuelos en la primavera, miles de veces vi sus ojos reflejados en la noche infinita.
Cada día que pasaba moría la esperanza de volverlo a ver y aunque estuve en mas de alguna oportunidad dispuesta a buscarlo, no tuve la valentía, pues mi silencio de años pudo mantenerte sano y salvo.
Preferí verlo en mis sueños, diciéndome cada noche cuanto me amaba.
Moriré sin verlo... moriré con la tristeza de no haberle dicho que fue Padre de un hermoso bebé, que yo he llorado toda mi vida por no tenerlo junto a mi.
Madre -sorprendido y con lágrimas en sus ojos- tú me dijiste que mi Padre había muerto cuando la peste negra arrasó con tu familia ¡dime que no es verdad lo que cuentas! Dime lo que siempre me has dicho, que él me mecía en las noches de frío, cuando yo lloraba en mi cuna, dime que él me vio al nacer y que se enorgullecía de ser mi Padre, dime lo que siempre me has dicho, que cuando murió, su deseo era que yo fuese soldado de la corte real-.
-Perdóname hijo –lloraba su Madre- eso fue lo que yo hubiese querido para ti, pero no es lo que sucedió, la verdad es que tu Padre nunca te conoció, pues nunca mas le volví a ver.
Pero hay otro secreto que guardé por mucho tiempo, que ni siquiera su Madre se enteró.
Nos vimos por última vez, estábamos en el puerto de Danas, ya venían tras de mí, cuando además de pasarme el dinero suficiente como para vivir algunos años, me abrazó fuerte a su pecho, no alcancé a cruzar palabra con él, pues mis lágrimas me dejaron muda. El tiempo se detuvo en sus brazos y alcancé a oír aquella frase que aún después de casi 18 años de no volverle a ver, la recuerdo. “Todas las aguas corren hacia el mar, pero en la cima de las montañas mas altas, aún habrá nieve que ni el sol podrá derretir”.
Y nunca mas le vi, pero a las horas después, cuando me encontraba demasiado lejos de él, toqué en el bolsillo de mi falda algo de metal y pequeño, era una medalla que él me había dejado en ese momento cuando me abrazó.
Hoy hijito, quiero dejarte esta medalla que le pertenecía a él, esta es la medalla de tu Padre. Leynor, busca a tu Padre, tú eres muy especial hijo mío y aunque quise darte una vida común, tu sangre y tu destino te impulsan a algo sublime. Y creo que estos seres oscuros buscan hundir en el olvido lo que los ancianos saben, creo que lo que hemos esperado, algunos tratarán de aplastarlo.
Leynor, te buscan a ti.-
En ese momento el corazón de su Madre menguaba y sus ojos se detenían en la nada, pues la vida la abandonaba.- Leynor, no te veo, mis ojos se oscurecen, Leynor, se valiente, busca a tu Padre, al menos tengo el consuelo de haber visto sus ojos en los tuyos... adiós Ley...- el silencio se llevó el alma de aquella mujer.-
- ¡Madre, Madre, no, no te vayas mamita, no te vayas, no me dejes! - el pobre muchacho abrazó a su Mamá con todas sus fuerzas, y en un segundo corrió por su mente todos aquellos momentos que vivió junto a ella, como aquellas noches de invierno, cuando él tenía unos pocos años y su madre lo cobijaba del frío con su manto, aquellos días en que tuvieron que salir a trabajar juntos y él se colgaba de sus brazos para buscar el cariño que no tuvo de su Padre.
Llegó la noche y los llantos de muchos huérfanos rondaron en la aldea. Leynor acababa de enterrar a su Madre cerca de la colina donde vivían, ahora una luz distinta reflejaba la mirada de aquel muchacho. Ahora había algo más por qué vivir, terminar de unir un eslabón oculto que llevaría a Leynor a encontrar la historia que urdió el tiempo y que tenía a él como protagonista de algo inimaginable.
¿Quién era su Padre? Esa fue la pregunta que llevó a este joven a moverse en pos de su futuro, un futuro esperado por muchos.

Continuará...