6 dic 2012

La noche de los Miserables


La noche de los Miserables

El otoño hace dormir a los árboles, los cobija en su seno hasta despojarlos por completo de sus hojas. Somos hipnotizados por su frío canto, esa letanía ancestral que cantaba aun cuando la humanidad era solo un susurro de lo divino. Cansados vamos, mirando la noche caminando tras nosotros. Buscamos refugio pero el frío fue más fuerte, bajamos los aparejos y al costado de una fogata nos recostamos, junto con nosotros también se recostaban nuestros sueños y el recuerdo vago que brilla junto al fuego. Recuerdos de un recuerdo, casi invisibles, casi de otras vidas, tallados por la imagen de nuestras familias, las que dejamos hace tiempo. Sueños que sostienen nuestra existencia. Necesitamos escuchar nuevamente esas melodías, por eso tocamos la flauta que irrumpe en medio del llano.

Vivimos como peregrinos en busca de una tierra perennemente escondida.

Andamos detrás de una Vida que se nos arrebató, somos pastores de ovejas, pero la gente confunde nuestro trabajo con algo más profundo. Aquellos expertos en categorizar a los hombres nos desprecian como si fuéramos engendrados por la vergüenza. Somos prófugos sin delito, expatriados de algo más valioso que un pedazo de tierra, de la dignidad. Miramos la ciudad desde lo alto de nuestra soledad, allá abajo están en la quietud de la noche las familias con sus niños, con su futuro, con sus pesadillas y sus memorables historias. Acá, amparados por la nada, como un regurgito de una nauseabunda sociedad, descansamos nuestro semblante, lloramos nuestras penas, hasta que las cenizas enjugan nuestras lágrimas con ese único calor que nos hace sentir en familia, el calor de esa fogata.

De pronto nos despierta un murmullo. Me levanto de mis penumbras y veo caminantes, pobres, mendigos y pastores. Nos sorprenden sus palabras, nos hablan de visiones y seres maravillosos. Por dentro me río y los compadezco, pobres desdichados, están seguros de que Dios les ha dado una señal.

Dios hace rato que se olvidó de nosotros, somos polvo, seres diminutos y relativamente insignificantes.

Pero de todas maneras los acompañamos, entramos en el pueblo y nos dirigimos entre las calles estrechas hasta la ladera de una colina, ahí donde descansa en la garganta del monte una falla natural, como una gruta.

Hay luz dentro.

En medio de los animales veo una pareja muy joven, ella es casi una niña, una niña Madre que ha tenido a su pequeño, debilitada por el parto es casi un milagro verla viva. Él, un joven también, pobre como nosotros, tratando de cubrir a su hijo con paños viejos y paja. Por su manera de hablar notamos que son galileos. Pobres muchachos, tan lejos de su hogar y comienzan su vida de esta manera tan desafortunada.

El pequeño duerme, serenamente, por un momento creía que ya era de día porque pensaba que esa luz era la del crepúsculo, pero no. Que maravillosa está la noche, el cielo otoñal deslumbra con su rostro infinito y en medio de su pecho sideral cuelga esa estrella gigantesca. Quizás eso confundió las afiebradas mentes de estos hombres errantes. Esa gran estrella.

Recuerdo a mi madre, quién se me fue cuando aún era pequeño. Ella siempre decía que el nacimiento de un niño es el mensaje de que Dios aún sigue confiando en nosotros. ¿Y si ella tiene razón?¿Y si el nacimiento de este pequeño, en una noche ordinaria, en la gruta de un pobre e insignificante pueblo fuera un mensaje de Dios?

Pequeño, no se quién eres, ni se porque naces aquí, tan lejos de la felicidad. Por un lado te compadezco, porque desde tus primeras horas tienes que convivir con miserables como nosotros, con olvidados y parias, con mendigos y enfermos. Desconozco en qué o en quién te convertirás en el futuro.

No se si serás un hombre honrado, un criminal maldito, un santo o quizás un pastor.

Pero si esta misma estrella que rasga el firmamento sigue iluminando tu alma, hasta llevarte a ser alguien grande, no te olvides de nosotros, de los que se refugian en la noche. No te olvides de los miserables que vagan como retazos de una ignominiosa existencia, de los condenados al barro. No te olvides pequeño niño, de las mujeres como tu joven Madre, que aman más allá de sus fuerzas, que soportan las desdichas de la vida de manera estoica y se llevan sus lágrimas hasta las mismas puertas de la muerte. No te olvides de las mesas vacías y las familias desesperadas.

Si en verdad tu nacimiento es la esperanza de que Dios sigue confiando en nosotros, permíteme regalarte algo. Aunque no tengo nada de valor, sólo este manto. Siempre esperé de los demás y nunca he regalado nada. Es un viejo manto que le perteneció a mi Madre. Querido niño, toma el presente de un hombre pobre, si tuviera oro o preciosas especias te la daría, pero soy solo un pastor de ovejas. Mi viejo manto, de un solo corte, es lo más valioso que tengo. Que sea tu abrigo cuando sientas que todo lo demás dejó de refugiarte.
Pero, que preciosa estrella...







"Gracias Jesús, por querer vivir la vida en toda su dureza como la vivimos nosotros los pobres, los sin nombre, los millones de seres humanos que solo somos una cifra, un número, un voto, una molestia, un mal necesario. Gracias por querernos no por lo que producimos o por donde vivimos, sino por lo que somos. Gracias por enfrentar una muerte sin dignidad alguna, como la enfrentan millones que mueren así también en los pasillos de hospital, sin la atención que se merece un ser humano. Gracias porque rasgaste el velo perverso de aquellos que ponen cortinas dividiendo a los hombres en categorías"

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